sábado

Fantomas contra los molinos de viento multinacionales

Recuerdo una anécdota de los tiempos de universidad: eran días en que los jóvenes nos regodeábamos usando la palabra "intelectual" en sentido peyorativo. Entonces, nadie quería ser identificado con tal ofensa; nadie quería pasar por arrogante, altivo, soberbio o, como se dice hoy en día, moralmente superior. Por contrario, todos queríamos ser revolucionarios, comprometidos con la causa, servidores públicos del arte y el pensamiento.
Lo cierto es que... fracasamos, todos fracasamos.
Un buen día un profesor nos puso en nuestro lugar, y ese día me sentí tan bien como cuando en el mundial de fútbol 2018 la selección mexicana le ganó a la escuadra alemana y una semana después sepultaran a República de Corea. Como digo, aquel sabio especialista en Siglos de oro nos cuestionó: "¿por qué les avergüenza ser intelectuales? Ustedes han venido aquí, por voluntad propia, a estudiar literatura. Esto se trata de leer y leer y leer y leer y usar el cerebro y hacer una lectura inteligente, diferente a la que hace el lector común, de a pie, digamos. Eso es un intelectual, alguien que usa su inteligencia". ¡¡¡Bang!!! Ni siquiera me dio tiempo de observar la reacción de mis condiscípulos (quienes seguramente habrán dividido sus corazones entre la aprobación y el desprecio). Para mí, el tipo estaba en lo cierto, y quince años después lo sigue estando.
En resolución, creo que ese día fue como haber salido del clóset. Mierda, por qué tendría que avergonzarme de ser lo que soy; tantos años, tanto amor a los libros, tantas tardes y noches leyendo de claro en claro y mis días de turbio en turbio. La verdad es que no sea un buen lector; quizá no lea tanto y tan bien como mis condiscípulos; quizá me falte inteligencia; pero de cierto les digo que no amor.
Si me preguntan si leer, si aquel autoreconocimiento como intelectual me hizo mejor persona, más tolerante, más comprometido con la sociedad, más revolucionario; menos arrogante, menos presuntuoso, menos o más superior. La verdad es que con el paso de los años dejé de preocuparme por responder y responderme a aquellas preguntas, ahora, tan estúpidas.
Pasaron los años y un buen día tomé una cámara fotográfica, recordando la lubricidad de mi adolescencia y mis deseos de detener el tiempo en una imagen. Al principio tuve miedo de que me juzgaran, porque ¿cómo un intelectual anda tirándole al porno? Otra vez, la verdad, la pura verdad, es que, por más que lo intente, difícilmente puedo hacer una toma explícita, pornográfica. A esta edad, me interesa menos el erotismo que el desnudo. Pero ese es cuento de otra fotografía. Veo mis fotos y no puedo darles una lectura erótica, por más que quiera. Pero ese juicio estará en los espectadores, en las modelos incluso; y lamento no compartirlo. Para mí (afortunadamente también para mi pareja), el erotismo es un susurro, un verso, un instante entre dos que se aman en la oscuridad. El desnudo, en cambio, puede o no puede ser público, y depende enteramente de la voluntad de quien entrega su desnudez al ojo público.
Y siguieron corriendo los años y un buen día, instigado por mi mujer, quise seguir la senda del atador. De nuevo tuve temores (aún los tengo), porque nunca he dejado de sentirme lector, escritor e intelectual. ¿Qué dirán de mí los otros lectores, escritores, aquellos que se dicen intelectuales? Y sí, lo cierto es que varios, explícita o implícitamente, desaprobaron que yo andara atando a bellas e inocentes doncellas; porque, bueno, eso es lo que se ve en una foto, pero sólo los implicados conocen la verdadera historia, la forma en que llegamos a ese encuentro entre cuerdas, libre albedrío y amistad.
Lo importante, al final lo verdaderamente importante, es que a cada paso trato de seguir reinventándome, todavía a mis cuarenta y tres. Recuerdo que hace años un buen amigo me dijo: "los hombres entre más viejos, más cínicos, más desvergonzados". Y sí.
No, no soy mejor persona que las que no leen, o las que no ven cine de arte (el cine de arte, en su mayoría, es aburridísimo), o las que no van a los museos... Los libros no me han hecho económicamente más rico ni, tal vez, más sabio. Quiero pensar que los años, y no los libros, acaso me han dado algo de temple. En cambio, los libros me han cobijado con felicidad. Si pudiera jugármela de algún modo, diría que soy un intelectual miserable o un miserable intelectual, pobre, digamos. Con los años, también, dejé de preocuparme por si alguien aceptaba mis textos para ser publicados o no. La fortuna ha ido en altibajos: un día me leen, cinco no...
Mierda, ¡mierda! ¡¡mierda!! como en El coloquio de los perros, se me ha ido la lengua por otra parte. Yo lo único que quería decir es que esta mañana tiré a la basura todos mis libros y me dispuse a ver el partido de fútbol; claro, no sin antes decirle a mi mujer: ¡vieja, lánzate por las chelas y la botana! Por supuesto, me mandó a la mierda. Nos acostamos y durante dos horas fuimos felices de una manera no acostumbrada, porque la verdad es que a ninguno de los dos nos gusta el futbol, pero no dejó de ser emocionante. No me sorprendí al verme disfrutar de un partido de futbol, porque, bueno, no veo razón para preocuparme del juicio de los que sí leen, de los que sí se comprometen con la revolución, de los que se imponen retos: "un libro leído a cambio de un gol anotado". ¡¡¡Goooooooooooolatomarporculo!!! Que cada quien lea lo que se le hinche la gana, que cada quien vea y se apasione con lo que mejor le llene, que cada quien vote por quien tenga que votar, que cada quien se bese con quien prefiera y bien corresponda, que cada quien se deje atar por quien quiera atar.
Y, bueeee, yo sólo quería molestarlos con este largo discurso que no lleva a ninguna parte... o tal vez al siguiente nudo.

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