Ante la fervorosa necesidad de escribir la
mejor novela escrita en toda la historia de la literatura universal, el
escritor, cada vez más ciego, se dio a la tarea de configurar una trama. La
gran novela, LA NOVELA, trataría sobre la misteriosa muerte de un monje. El
tema sería la incesante –amén de baladí- búsqueda de El Libro que contiene los
nombres de los hombres y sus historias, su principio y su fin. Cuenta la leyenda
que tal libro imposible inicia con el primer –o último- nombre de Dios: Allãh;
y culmina con una explicación –eternamente vedada a una mente simple- sobre la
pronunciación exacta y definitiva de las cuatro letras del centésimo –quizá el
primero- nombre divino.
El monje, por supuesto, ha de morir en su
búsqueda. Poco o nada sabemos sobre la causa de su muerte; acaso una mano
traidora o designio divino cortó el aliento de nuestro héroe.
La novela contiene uno o varios –quizá ninguno-
errores cronológicos que el lector poco avezado no será capaz de distinguir,
por lo que, entonces, recibirá como premio una lectura placentera y magna. Otro
es tu caso, y al final tu juicio ha de ser duro e implacable: “he leído la
historia más absurda e inútil que hombre alguno pueda concebir”.
Pero detengámonos a especificar algunos rasgos
de nuestro héroe, de tal suerte que no resulte un personaje plano o absurdo,
producto de un pastiche. Pongamos que nuestro monje es un franciscano del siglo
XIII. Luis, que a la sazón así ha de llamarse –extrañamente emparentado con una
familia asentada en los nacientes burgos sajones- ha sido, durante su juventud,
ávido y furtivo lector de novelas de caballerías. Llegado a una edad madura,
una buena mañana decide abandonar el monasterio y se pone a recorrer los
caminos en busca de El Libro.
Como siempre sucede en estos casos, el
personaje sufre tales y tales aventuras que al final le permiten llegar a una
reflexión que ya en la primera página intuía, pero que entonces carecía de
palabras suficientes para formularla.
Con el hábito raído y ceniciento, con la
espalda encorvada, con definitivos copos de nieve sobre su nuca y hombros, con
mirada nublada y triste, con voz quebrada, con la cabeza afiebrada por los humores
malignos, reflexionaba Luis:
“Después de todo, hay una línea de Verlaine que
no volveré a recordar, hay una vereda que está vedada a mis pasos, hay un
espejo que me ha visto por última vez, hay una puerta que he cerrado hasta el
fin del mundo. Entre todas las bibliotecas del mundo (ahora me encuentro a la
puerta de una de ellas) hay alguna que nunca visitaré. La muerte me desgasta,
incesante”.
Invariablemente predecible, como todas las
líneas de este escritor –que a la postre también ha llegado a una última, vital
y definitiva reflexión- el héroe muere al llamar a la puerta de lo que para él
es una biblioteca. Dicen que todos los caminos llevan a Roma. Luis ha de morir,
necesariamente, bajo el umbral de su monasterio.
El escritor, encorvado sobre la increíble
máquina de pensar, dedica una lágrima de tristeza y luto a su personaje.
Conjetura que ya alguien más, en otro tiempo, ha derramado la misma lágrima.
Aún más, intuye que alguien, en algún lugar lejano, llorará, acaso con
futilidad, su muerte, ahora cercana.
Las piezas han de seguir, impertérritas, su
incesante batalla, han de continuar la infinita construcción del movimiento;
pero no tú, endeble peón de las palabras.
Por fin has comprendido que es inútil seguir
leyendo, que es inútil continuar forjando líneas que probablemente nadie leerá,
que siempre hemos de regresar, ineludiblemente, al punto final.
miércoles, 28 de enero de 2004
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