lunes

Falsos lectores 7

Hoy tengo en mis manos La ciudad ausente, de Ricardo Piglia, donde puede leerse: 

"El carácter inestable del lenguaje define la vida en la isla. Nunca se sabe con qué palabras serán nombrados en el futuro los estados presentes. A veces llegan cartas escritas con signos que ya no se comprenden. A veces un hombre y una mujer son amantes apasionados en una lengua y en otra son hostiles y casi desconocidos. Grandes poetas dejan de serlo y se convierten en nada y en vida ven surgir otros clásicos (que también son olvidados). Todas las obras maestras duran lo que dura la lengua en la que fueron escritas. Sólo el silencio persiste, claro como el agua, siempre igual a sí mismo".

¿Entonces, nos preguntaríamos en la desesperanza, para qué abarrotar las bibliotecas con libros dados al olvido? ¿para qué escribir? Uno escribe, supongo, para llenar, aunque sea por un instante, ese silencio atronador y eterno que nos rodea; eso es la vida, apenas un pequeño ruido en medio del inconmensurable silencio.

Con los libros pasa algo curioso, sobre todo entre aquellos detestables miembros de la secta de Los falsos lectores: cabe en ellos una adoración que pudiera ser elogiable si no olvidara el fin último para el que se han creado los libros. Otro afamado argentino, ciego él, recordaba de San Ambrosio (quien solía leer en completo silencio, en una época en que lo natural era leer en voz alta y, a veces, en medio de una colectividad): 

"Aquel hombre pasaba directamente del signo de escritura a la intuición, omitiendo el signo sonoro; el extraño arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto del libro como fin, no como instrumento de un fin". (La anécdota puede leerse en "Del culto de los libros").

La historia universal de la infamia ha conocido inquisidores que han llevado a la hoguera a hombres que eran acusados de poseer libros prohibidos. Los mismos libros se han perdido entre las llamas y el olvido: la llorada biblioteca de Alejandría, los códices precolombinos que se perdieron tras la llegada de los cristianos a América, los libros prohibidos por la dictadura nazi, los libros acusados de aristocracia en el peronismo...

Hoy día poco o nada se sabe sobre personas que sean acusadas de profesar una franca bibliofilia. En todo caso, se castiga a personas que develan secretos celosamente guardados por instituciones dirigidas por sectarios recelosos de la mirada ajena (no es prudente que ciertas cosas sean objeto de la mirada pública). 

En opinión personal, que soy bibliófilo declarado (pero antes que bibliófilo, ávido lector), tengo para mí que los bibliófilos que pertenecen a la secta de Los falsos lectores debieran ser pagados con treinta dinares. Sí, como declara el poeta francés, "el mundo existe para llegar a un libro" y de todo ello no perdura sino el incorruptible silencio, ¿a qué buscarle beneficios ajenos a un objeto que se creó con la finalidad de preservar una memoria que el hombre ha querido desperdiciar? 

Un dogma secreto que se guarda entre los misioneros de la secta es algo que ya está fuera de todo noble propósito: lucrar con ese pequeño ruido que forma nuestras vidas. Nobles y villanos, oradores y lectores, solitarios y catedráticos, judas y cristos, al final pasarán la última página; y no habrá, para ninguno, más beneficio que el silencio, "claro como el agua".

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