Desde su origen, los libros siempre han sido de difícil acceso para las mayorías. El más remoto precedente del libro, como objeto, son las pinturas en las cuevas que informaban sobre métodos de caza y otros asuntos de utilidad cotidiana. Sólo podían interpretar estos signos los iniciados, aquellos que tuvieran la capacidad de descifrar el simbolismo, muchas veces mágico, de lo representado.
Con la evolución de la escritura, el avance tecnológico en la producción de papel y el ánimo de transmitir ideas y, al mismo tiempo, guardar memoria del devenir humano, la producción de textos fue mayor. Sin embargo, esto no significaba que la producción representara mayor número de lectores. Aquellos que quisieran cultivarse tenían que recorrer largas jornadas hasta los lugares en donde se resguardaban los pliegos que contenían el saber; caso: la famosa biblioteca de Alejandría. Así pues, el acceso a los libros, estos como fuente de saberes, resultaba complicado y costoso.
La llegada de la imprenta permitió cierta masificación de los libros. Pero, igual, esto no significó un mayor número de lectores. Si bien se tendría que hablar de censura desde los orígenes de la escritura, creo que es en la edad de la imprenta donde cabe mejor hacerlo. Para el siglo XV, la reforma eclesiástica ya había derramado ríos de sangre. Podría justificarse este hecho argumentando diferencias ideológicas y posturas encontradas respecto de una religión. Pero ¿qué mejor medio de transmitir una idea, una postura o una religión sino es mediante la palabra y, en este caso, la palabra escrita en particular? Otra variable que nos ayudará a comprender lo que queremos expresar es el hecho de que cuando nace la imprenta de Gutenberg, en nuestro latino caso, las lenguas romances ya han comenzado a tomar carta de naturalidad. En español, tan sólo, los primeros rasgos se encuentran en documentos del siglo XI. También en español, la famosa Biblia del oso, primera traducción de la Vulgata (el canon latín de las Sagradas Escrituras) data de mediados del siglo XVI. Esta traducción costó persecución y vida de quienes la emprendieron: Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina.
Además de las traducciones bíblicas, como la referida y la luterana, otros documentos fueron severamente perseguidos, censurados y ensangrentados. A ciertas esferas eclesiásticas y nobles poco y nada convenía que algunas ideas se diseminaran entre la población cada vez más afianzada en la nueva cultura del libro, aún cuando la alfabetización también era incipiente. La conocida época de la Ilustración fue otra era de persecución y sangre. Para gente como Voltaire y Rosseau no fue nada fácil hacer públicos sus escritos y, con esto, sus ideas, entre otros muchos ideólogos y revolucionarios.
Mucha tinta y mucha sangre tuvo que correr para que los libros, como medios de transmisión, tuvieran un lugar en la cotidianidad del grueso de la sociedad.
Hoy día, con el apoyo de internet y las nuevas tecnologías (soportes materiales de lectura), el acceso a cualquier tipo de información es casi ilimitado. Digo casi porque, en el ínter, se ha emprendido también una ardua batalla por la libertad de expresión y el libre flujo de la información.
La realidad es que, a pesar de los férreos intentos de gobiernos y empresas, la gran carretera de la información es tierra ingobernable y, usando ésta como medio, la sociedad civil ha aprovechado para conocer, intercambiar información y compartir materiales de la más diversa índole. No diré que este proceso no ha costado la libertad de no pocos emprendedores, pero también es cierto que la cantidad de usuarios y la cantidad de información que se intercambia día a día es ya incontrolable; sólo es cuestión de buscar lo que se desea y saber dónde buscar. Así, al menos en teoría, todos tenemos derecho a la información.
Justo lo mismo pasa ahora con la naciente industria del libro electrónico. Dejaré para otra ocasión la historia del libro electrónico. Diré, eso sí, que, igual que en el pasado, hay una lucha por el conocimiento en este contexto. Sí, la hay, a pesar de que el internet permite tantas libertades. Librerías de papel impreso y grandes editoriales se han visto tambalear al ver reducidas sus ventas frente al libro digital; estas mismas editoriales que durante muchos años han fungido como onerosos intermediarios, teniendo una relación ventajosa con el autor intelectual de la obra. La red ha permitido, en buena medida, eliminar a lo intermediarios. Estas palabras, ahora mismo, carecen de aquella figura, gracias al soporte que usamos para escribirlas y leerlas. Son ideas, y no deben tener mayor valor que el de la amistad.
Pero hay quienes insisten en obtener un beneficio de los libros y, en ese sentido, alejarlos de la mirada de la sociedad. Si también es cierto que la existencia del libro digital y, en general, el internet, no nos constituye una sociedad mucho más sabia, culta y razonable, la verdad es que censurar, tasar y esconder la información tampoco nos conduce a un mundo ideal, no en la era de la información, una época en donde todos deberíamos tener derecho a la misma y, de paso, poder tomar decisiones propias, y no estar sujetos al decimonónico poder de empresas con decisiones impuestas y unilaterales, como la cada vez más vieja televisión y la industria editorial; ésta última como figura de medicación entre el autor y el lector final.
Son los despreciables fanáticos de la secta de los Falsos lectores quienes han querido ver, desde siempre, en la venta de información, una riqueza que nos distancia del conocimiento. Vendedores, usureros del saber, sanguijuelas de la razón, deberían llamarse y no amantes de los libros y el saber.
Épilogo: todo esto, acaso, pruebe que la existencia de la deleznable secta se remonta a los orígenes de la humanidad.
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