lunes

Monterroso y el ornitorrinco

Cuando apenas estamos conociendo un objeto de estudio o no contamos con los suficientes elementos técnicos para abordarlo, es natural y comprensible que hagamos clasificaciones que, en principio, pueden ayudarnos a comprender aquello que es objeto de nuestros desvelos; y son aún más justificables esas necias taxonomías cuando el corpus teórico es escaso por ser de reciente factura el objeto de estudio. Es normal, digamos, que, categóricamente, afirmemos que el hombre, hecho a imagen y semejanza del dios de los cristianos, sea el rey de las bestias y que la Tierra es redonda.
En el arte pasa exactamente lo mismo. Pongamos por caso la minificción. Siendo un género relativamente nuevo en la historia de las literaturas universales, es natural que, siguiendo un canon más o menos formado de obras literarias designadas bajo esa etiqueta, afirmemos que las cualidades que debe tener toda minificción sean estas o aquellas.
El mismo nombre que le damos a esas breves piezas literarias ya nos causa conflicto: minificción, microrrelato, short story, short short story, ficción breve... La obra, en principio, es inasible, porque los parámetros para comprenderla son pocos y, a veces, hasta desconocidos. Quien no haya leído alguna vez, digamos, una colección de exemplas medievales difícilmente encontrará un precedente en la evolución de un género que más tarde llegaría a ser lo que hoy conocemos como minificción. Claro está, también, que no fue una sola cosa la que dio pie a que luego otra naciera. Hoy en día podemos pensar que las nuevas tecnologías han sido angulares para la presencia cada vez más importante de este género ya no tan nuevo y sobre el que, afortunadamente, se han escrito ríos de tinta no tan breves como el objeto de estudio.
De cualquier manera, sin pretender ser un entendido en el tema, creo que esos acercamientos a la minificción se han esmerado por describir un catálogo de atributos propios del género. Eso está bien, como digo. El problema inicia cuando, una vez establecidas las leyes de lo que buenamente tiene que ser una minificción, se comulga con una suerte de fórmula.
Durante la Edad Media, los juglares, a fin de recordar los poemas que iban recitando de plaza en plaza, además de la rima y el verso medido, se apoyaban constantemente en fórmulas, de tal suerte que, a partir de ahí, pudieran improvisar y continuar su discurso. El resultado fue un canon de poesía que contenía los mismo atributos y, francamente, las mismas palabras, porque eran eso, fórmulas; apenas es modificaban nombres propios, lugares y alguna situación importante para la ocasión. De esta suerte, cualquier poeta podría cantar una oda a su mecenas de preferencia.
Así, y como recomendación, todo aquel que quiera iniciarse, o incluso, continuar por la senda de la minificción, no tiene que hacer otra cosa más que seguir las leyes escritas hasta el momento por cualquier teórico, investigador o medianamente versado en los sinuosos caminos de la ficción mínima. Y eso es todo, tras asimilar las leyes de la robótica, en breve podrá usted convertirse en un experto compositor de microcuentos.
Pero recordemos que estamos hablando de arte y no de leyes universales. Aunque, en lo personal, soy fanático de la precisión y el orden, sí estoy convencido de que en materia de arte nunca habrá nada definitivo. En el arte, como en cualquier actividad humana, es importante una técnica, una razón, un conocimiento estricto de los materiales con los que se construye la obra de arte. Borges escribió que la historia universal de la literatura puede cifrarse en unas cuantas metáforas. En estas pocas metáforas ya estarían escritas todas las historias contadas y por contarse; así la inconmensurable biblioteca de Alejandría, cuya fuego es infinito porque infinito es el número de libros que la comprenden y también infinitas las páginas de cada tomo. ¿Qué hace que un puñado de metáforas presagie el desbordado infinito? Las variaciones, las distintas formas en que podemos decir una misma cosa.  ¿Cuántas veces, a lo largo de nuestra historia humana, hemos amado y, sin embargo, cada que repetimos ese sentimiento lo declaramos con palabras distintas... o las mismas puestas en un orden diferente, en una entonación diferente?
Desviémonos un poco y pensemos, por ejemplo, en la fotografía. ¿Qué pasaría si alguien viniera a decirnos que la mejor manera de hacer un retrato es usando un lente de cincuenta milímetros, a una abertura de 3.8, con una velocidad de 1/100 y con el sensor a 100 ISO? Además, se recomienda que la disposición de la luz esté a 45º respecto de la cámara. Seguramente lograríamos un buen retrato y Rembrandt se levantaría de su tumba para aplaudirnos. Entonces sabríamos que el retrato canónico y perfecto es ese y cualquier otra cosa es una aberración del arte, o ni siquiera es arte.
La verdad es que, siguiendo esos parámetros, lograríamos muy buenas minificciones, pero seguramente no llegaríamos muy lejos, por la simple y sencilla razón de que estamos atando, supeditando nuestra esencial creatividad a las leyes que, a veces y malamente, tratamos de certeras, irremplazables, categóricas. Imagine usted que, por un increíble designio divino, de un día para otro, dejaran de existir los lentes de 50 mm; entonces qué, ¿dejaríamos de hacer retratos?
Al final, como dije, no pretendo ser un entendido en el tema; apenas puedo definirme como un desinhibido practicante de lo que otros llaman minificción o microcuento o ficción breve; y quizá este breve y desparpajado ensayo no sea otra cosa que una variación más de las muchas necedades que andan por ahí.
Fe de erratas: para este brevísimo y desentendido ensayo se utilizaron ni más ni menos que mil palabras. El curioso podrá contarlas y sacar las mismas conclusiones que yo, si así lo desea: todos los días, antes de escribir, se puede calentar la mano escribiendo un texto, digamos, de cincuenta palabras, ni una más, ni una menos; a continuación, debe arrojar el texto de calistenia por la ventana y, ahora sí, ya está usted listo para escribir su obra cumbre.

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