miércoles

Narrar en primera persona

La intención de las siguientes líneas es la de hacer una breve conceptualización de la primera persona como técnica narrativa. Para tal objetivo se tomarán como base las opiniones de Enrique Anderson Imbert, Oscar Tacca y Alberto Moravia. Los dos primeros críticos de literatura; el tercero, creador italiano del siglo XX.
Así como el creador posee la capacidad de elegir la manera en que se cuenta una historia, igualmente puede determinar, previamente, el modo de saber la información del mundo narrativo inserto en la historia, es decir, cómo saber. De esta última pregunta nace lo que se puede considerar como “la perspectiva”. En efecto, de cómo se sabe la información nace el punto de vista. Esto es, la visión que el narrador adopte para contar. Y de esta visión depende, en gran medida, cómo se cuente.

El punto de vista que, previamente, el autor elige para contar una historia, para ordenar un mundo, cobra dos modos fundamentales: la primera persona y la tercera persona. En el primer caso, el narrador es participe de los sucesos, bien como protagonista, bien como personaje secundario o como mero testigo presencial. De cualquier manera, el narrador se identifica plenamente con alguno de los personajes. En el segundo caso, el narrador se sitúa fuera del mundo narrativo, fuera de los acontecimientos y adopta, la mayoría de las veces, una visión omnisciente, como si se tratase de un dios que todo lo ve y conoce.

Como ya se dijo, en la narración en primera persona el autor se ve obligado a identificar a su narrador con un personaje y, por tanto, la visión que se tiene de las cosas tiende a ser, forzosamente, monoscópica; el conocimiento de la información es parcial y subjetivo.

Para un primer acercamiento, se puede considerar que en el relato en primera persona la relación que se establece entre narrador y personaje (relativa a la cantidad de información que se posee del mundo narrativo) es equisciente, el narrador posee la misma cantidad de información que el personaje. Dicho lo anterior, y siguiendo la idea de Oscar Tacca, se puede considerar que en el relato en primera persona, narrador y personaje coinciden en un personaje-narrador: “Puesto que el personaje es el portavoz del narrador, no puede saber más que éste: si lo sabe, para que ese saber cobre realidad tiene que decirlo, y si lo dice, ello incumbe ya al narrador.”[1].

Pero la adopción de este punto de vista enfrenta al autor a una serie de ventajas y desventajas. Para Anderson Imbert una ventaja del relato en primera persona puede ser “…que convence al lector de la verosimilitud del relato.”[2]. Pero esto no se debe de tomar como una ley. Puede darse el caso de que historias netamente ficticias sean narradas en primera persona (tal como sucede en mucha de la literatura fantástica): “El yo, por sí sólo, no tiene la virtud de convencernos: sólo nos indica que la intención del escritor ha sido la de que el narrador hable como si hubiera sido protagonista o testigo de la acción que cuenta.”[3].

En una entrevista para The paris review, Alberto Moravia habla de los problemas que tuvo que enfrentar al escribir sus Cuentos romanos. Es importante conocer la opinión del creador, ya que es precisamente en estos cuentos que adopta formalmente, y por vez primera, la narración en primera persona. Entiéndase que no sólo se trata de una elección meramente caprichosa. El uso de esta técnica narrativa lleva, por definición, una serie de implicaciones que van más allá de la simple presencia del narrador dentro del mundo narrativo.

“En los Cuentos romanos […] adopté por primera vez el lenguaje del personaje, el lenguaje de la primera persona; pero no el lenguaje precisamente, sino más bien el tono del lenguaje. Esto tenía sus ventajas y sus desventajas. Ventajas para el lector en el sentido de que éste ganaba una mayor intimidad; entraba directamente en el corazón de las cosas, sin tener que atisbar desde afuera”[4].

Por supuesto que también Moravia muestra ciertas reticencias hacia el uso de la primera persona, y es que “La gran desventaja de la primera persona consiste en las tremendas limitaciones que le impone a lo que el autor puede decir. Yo sólo podía ocuparme de lo que el propio personaje podría ocuparse, hablar sólo de lo que el personaje podría hablar”[5].

Pero, como se decía, al narrar en primera persona, y tomando en cuenta que existe una identificación plena entre narrador y personaje, surge inmediatamente el problema del tono del lenguaje, lenguaje al que deberá ceñirse forzosamente el narrador-personaje. Para Moravia, que escribe los Cuentos romanos, “El uso del método narrativo en primera persona al tratar las clases bajas romanas implica, por supuesto, el uso del dialecto. Y el uso del dialecto le impone estrictas limitaciones al material que uno maneja. En el dialecto no se puede decir todo lo que es posible decir en el idioma”[6]. Es de suponer, y por contraste a la primera persona, que este idioma al que alude el escritor es el que usaría un narrador omnisciente en tercera persona.

Sin embargo, para Oscar Tacca, el encanto de la narrativa picaresca nace precisamente de este uso de la primera persona:

“El mundo visto a través del hombre, a través de una conciencia que no alcanza a comprender primero, y que cree comprender después sólo en términos de gratificación, desprecio, crueldad; en fin, el mundo triste y alegre a la vez de los inocentes humillados”[7].

Algo similar sucede en los Cuentos romanos de Alberto Moravia, quien reconoce: “en estos cuentos […] he tratado de presentar la vida del subproletariado…” y además, “El género es picaresco”[8].
Como conclusión, se puede decir que si bien el uso de la primera persona presenta ciertas desventajas, en tanto que no permite una omnisciencia como lo sería en el caso de la narración en tercera persona, por otro lado da pauta a nuevas experiencias narrativas que dan al narrador cierto grado de credibilidad, y esto en la medida en que se asume un determinado tono lingüístico, que el lector identifica como propio del personaje que narra la historia desde su propia perspectiva.



Andrés Galindo
apuntes del 2002



[1] Oscar Tacca. “El narrador”, en Las voces de la novela. Editorial Gredos, Madrid, 1973. p. 87.
[2] Enrique Anderson Imbert. “Clasificación de los puntos de vista”, en Teoría y técnica del cuento, Marymar, Buenos Aires, 1979, p. 76.
[3] Ídem.
[4] Entrevista a Alberto Moravia, en El oficio de escritor. ERA, México, D.F. 1968. p. 234.
[5] Ídem.
[6] Ídem.
[7] Oscar Tacca. “El narrador”, en Las voces de la novela. Editorial Gredos, Madrid, 1973. p. 86.
[8] Entrevista a Alberto Moravia, en El oficio de escritor. ERA, México, D.F. 1968. p. 235.

sábado

Sor Juana

Y si enseñas a los ignorantes nuevos conocimientos, pasarás por un inútil, no por un sabio. Sí, por el contrario, eres considerado superior a los que pasan por poseer conocimientos variados, parecerás a la ciudad una persona molesta. Yo misma participo de esta suerte, ya que, al ser sabia, soy odiosa para unos y para otros hostil y la verdad es que no soy sabia en exceso.
Medea (Eurípides).
En la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz sor Juana muestra una falsa modestia que, de cualquier manera, no resulta gratuita. Deja bien en claro que no quiere “ruidos con el santo oficio”. Además al final de la respuesta dice a su destinatario que en adelante todo lo que escriba ha de ser sometido a juicio “de vuestra corrección”. A estas alturas de la fama intelectual de sor Juana, con dos tomos publicados en España y un mercado ampliamente asegurado en el mismo país, ya nadie se cree que la monja no sea capaz de sostener un debate de las alturas que requiere la teología de su tiempo. Ella misma reconoce que ya, de hecho, le resulta difícil reflexionar sobre todo. Si sor Juana desea mostrarse humilde es más por temor a enfrentar un proceso inquisitorial que por el supuesto desconocimiento de causa que pudiera tener sobre el asunto: la mayor fineza de Cristo.

El hecho de que a la insigne monja no le interesara abordar ciertos temas, no significa que en determinado momento no pudiera llegar a dominarlos y, por tanto, emitir un juicio. Más bien la respuesta esta cargada de un cierto tono irónico que, además, le sirve para justificar su afán y derecho a ejercer libremente su trabajo intelectual, trabajo que ha alimentado el recelo y la incomodidad de no pocos personajes importantes del clero.

En la discusión existen varios matices: Por una parte, la intelectualidad profana de la musa décima resulta una completa inutilidad. Es aquí en donde se tacha a sor Juana de “monja metida a teóloga”. Una monja no tiene absolutamente nada que decir en una discusión teológica. Por otro lado, un tanto menos radical, sor Juana puede ejercer su intelectualidad, siempre y cuando lo haga en términos del sistema de valores encarnado por la institución eclesiástica; de ser de otro modo, resultará una figura molesta que incomoda a todo ese sistema de valores.

Esto fue lo que paso con la discusión sobre las finezas de Cristo. Ya sea que haya escrito la carta Atenagórica por voluntad propia o por petición externa, las ideas que la monja expresa en ella la hacen pasar por una monja irredenta y hostil para el clero, a la cual hay que meter en regla. Lo mismo, ya sea que Fernández de Santa Cruz haya actuado de buena o de mala fe al publicar la Atenagórica, él, como sor Juana debieron de haber estado sumamente concientes del impacto que el contenido de la carta, de ser publicada, provocaría en no pocos personajes cupulares de la iglesia. Sería un craso error si pensamos en que Aguiar y Seijas no se dio cuenta del peligro político que encarnaba sor Juana al poner a trabajar su intelectualidad a favor de una idea que, aun con la modestia de la que se precia, contraviene a las normas eclesiásticas imperantes. Aguiar y Seijas se ha dado cuenta de este peligro y es entonces que pone en marcha un largo (por largo bien cuidado) proceso en contra de sor Juana. Ya en su carta, sor Filotea trata de encomiar a sor Juana a ir por el camino recto, es decir, a abandonar las letras profanas y a estudiar los textos sagrados, pero bajo el canon de la iglesia católica.

En este sentido se puede afirmar que en la respuesta sor Juana no trata, por ningún motivo, de defender su postura en la discusión de las finezas, por contrario, lo que a ella interesa es defender su derecho al conocimiento de manera libre. En este sentido hay una confrontación con la idea de Aguiar y Seijas. Lo que ahora le interesa al arzobispo, siendo plenamente conciente de las capacidades extraordinarias de la monja jerónima, es promover la imagen de una insigne monja devota.

Apelando a una modestia (a nuestro gusto, falsa), a sor Juana le queda al dedillo el diálogo de Medea: “la verdad es que no soy sabia en exceso.” Sea como sea, lo que sor Juana quiere decir es que aun cuando reconociera su falta de conocimiento, esta falta quiere enmendarla recurriendo a un libre albedrío, del cual, en aquellos días, una monja con tendencia profana no podía gozar, mucho menos al opinar sobre asuntos teológicos.



martes

Dos sueños

Close your eyes and you'll be there
where the mermaids sing as they comb their hair
like a fountain of gold you can never grow old
where dreams are made, your love parade
—Madonna

Tenía yo dos años de edad cuando José López Portillo asumió la presidencia de México. Entonces estaría bastante lejos de interesarme la política, la literatura y la mitología. Sin embargo, creo que, por causas que no nos es dado conocer, haber nacido justo el 23 de septiembre de 1974 a las 12 horas me condujo a escribir estas líneas que ahora comparto.

El mismo año que López Portillo asumió la presidencia de mi país, editorial Salvat publicó Quetzalcoatl en una edición rústica… Pero esperen, la historia no comienza ahí, tal vez, sólo tal vez.

Sería una tarde lluviosa del año 2007 cuando en una librería de usado me encontré con una edición de lujo bastante maltratada de Quetzalcoatl. Esta edición en inglés fue hecha en New York por The Continuum Publishing Company en el año de 1982. La página legal de esta edición afirma que el libro fue publicado originalmente en español en 1977 por la Secretaria de Asentamientos Humanos y Obras Públicas, en México. De la edición impresa un año antes en España por Salvat nada se menciona en mi edición ilustrada y de tapas duras, a la que, por cierto, le falta la tapa frontal y la camisa se le está desgarrando literalmente. Esta edición, además de la obra principal escrita por José López Portillo, contiene el ensayo Ethnohistoric and archeological testimony por Demetrio Sodi.

Como muchos libros comprados un tanto a la diabla, durante todos estos años no he leído aquel  ilustrado sobre el gran dios mexicano; como muchos, éste fue a dar al rebosante librero de páginas  olvidadas.

Antes de terminar aquel año 2007 tuve un curioso sueño: Delia me cantaba “Dear Jessie”, de Madonna. Esta canción está incluida en el álbum Like a Prayer, publicado en la navidad de 1989. Ese mismo año había conocido a Delia, mi primera novia. En realidad no fuimos novios sino hasta ocho años después, cuando decidí matricularme en Psicología social para luego cambiarme, tres años más tarde, a Letras hispánicas. Tuvimos un noviazgo fracturado de tres o cuatro años. Luego de eso, adquirimos la costumbre de encontrarnos una vez al año; y así hasta el 2007, cuando fue la última vez que la vi.

Recuerdo que una tarde de 1999 Delia y yo fuimos a comprar libros a El Parnaso, una librería hoy inexistente en Coyoacán. Compramos las Tragedias de Séneca, entre las que se incluyen “Hipólito”, la tragedia que refiere el mito de Fedra, hermana de aquella famosa Ariadna que quedó abandonada en la isla de Naxos, para luego casarse con el dios Baco.

Más que el mito de Fedra, me llamaba la atención la historia del laberinto cretense y su secuela. Siete años después pude tener en mis manos “El lamento de Ariadna” de Claudio Monteverdi, pieza compuesta en 1608, cuatrocientos años antes de dormir y suponer que Ariadna Santillán también cantaba para mí en un escenario vacío y triste.

No así la canción de Madonna. Cualquier persona con un mínimo de atención encontrará que “Dear Jessi” es una canción de cuna. Madonna coescribió esta melodía junto a Patrick Leonard, cuya hija se llama Jessie. Lo curiosos es que antes de aquel sueño apenas habré escuchado la canción un par de veces. En todo caso, creo, mi inconsciente estaba reconociendo el cariño que Delia me tenía. Mi inconstancia en el amor, mis eternas ganas de hacer arte y mi personalidad consciente no me dejaron mantener una relación que pudo ser definitiva, como todos los primeros amores, supongo.

A la mañana siguiente me levanté a investigar sobre la canción que había escuchado en el sueño. Estaba seguro que era de Madonna y no me fue difícil encontrarla. Busqué la letra en la red y saqué una impresión para leerla y traducirla más adelante. Aquella hoja que contenía la letra de “Dear Jessi” se perdió entre los muchos libros y los muchos papeles; al menos eso recordaba.

Hoy, jueves 21 de julio de 2011, rindiendo tributo a mi necia personalidad libresca, caminé entre libros viejos. En un pequeño puesto sobre una acera encontré la mencionada edición en español de Quetzalcoatl de la editorial Salvat. Vi el libro y sopesé la posibilidad de leerlo a corto plazo. A un lado estaban dos libros de Milan Kundera, cuyos títulos ahora no recuerdo. Sin decidirme a comprar, seguí mirando y no encontré nada que fuera de mi interés, más allá de un manojo de folios dedicados a la España de la época de las cruzadas, impreso a mitad del siglo pasado. Puesto que entre mis libros en espera sólo hay dos o tres novelas, pensé que lo mejor sería llevar los dos de Kundera. Así que regresé al lugar en donde los había visto. Ya no estaban. Tomé el Quetzalcoatl, lo pagué y seguí mi camino.

Quince minutos antes de comenzar a redactar esta nota me encontraba dispuesto a cerrar la computadora para comenzar a leer el libro recién adquirido. A fin de cotejar las dos ediciones que ahora están en mis manos, desempolvé aquella que había comprado hace cuatro años. Apenas sacudí el libro, al que le falta una de sus pastas duras, salió volando la hoja que contiene aquella impresión que hice de “Dear Jessie”.

Moctezuma esperaba que el dios Quetzalcoatl regresara algún día. Quizá una noche de 1492 soñó que el regreso de aquel misterioso dios de piel blanca y barba negra estaría muy cercano. Veintisiete años después, Hernán Cortés, anterior Jefe Magistrado de Santiago de Cuba, tomó tierra en nuevo territorio, en un punto al que nombró Vera Cruz, la Cruz verdadera. Un año después México-Tenochtitlan se rendiría ante las fuerzas españolas. Aún sigue siendo un misterio para los historiadores el porqué de la fácil cooperación de Moctezuma con los españoles.


No sé si algún venturoso día volveré a ver a Delia. No sé si algún día volveré a ver a Ariadna Santillán, quien también cantó para mí en un sueño acaso más terrible o más hermoso. No sé si algún día volveré a ver a todas esas personas que conocí algún día y que luego, por motivos diversos, nos hemos dejado para continuar, cada quien, por senderos diferentes. Lo que sé es que mi destino está poblado de sueños, de palabras, de fantasías, de fantasmas y canciones viejas. Quizá pronto venga Teseo a redimirme; mientras tanto, seguiré buscando mi vida entre los libros. Hay sueños que nunca te dejan en paz.

jueves

Ruda de corazón

Trabajar en los linderos de los géneros literarios puede ser riesgoso toda vez que peligra la calidad de los terrenos a un lado y otro de una tenue frontera. En el trabajo de Víctor Ronquillo reportaje, crónica y narrativa literaria se funden con disparejos resultados.

Además de Ruda de corazón, para escribir esta nota he tenido la oportunidad de leer Un corresponsal en la guerra del narco. Ambos libros datan del mismo año, sin embargo no se podría decir que mantienen calidad simétrica. El segundo reúne un conjunto de relatos cuyo único hilo conductor es el tema, la narcoviolencia. En este sentido, difícilmente se podría hablar de calidad literaria, entendida ésta dentro de los parámetros más clásicos de la crítica. De hecho, el texto de la contraportada califica acertadamente el trabajo de Ronquillo como “Un libro de relatos…”, ya que en ninguno de ellos se alcanza el punto álgido que podría caracterizar a un cuento. Sirve, en todo caso, este libro, para alimentar el morbo del lector pero no el interés estético de ningún literato.

No así el caso de Ruda de corazón, que, fuera de dos o tres capítulos testimoniales, sabe mantener la tensión y el interés del lector. Tomando como punto de partida un sonado caso policial, este libro del periodista, afamado por su trabajo como cronista social, narra con lucidez y precisión la vida de quien se convertiría en la serial killer de la ciudad de México, Juana Barraza Samperio.

Historia narrada primordialmente en segunda persona, como si el lector pudiera estar hablando frente al personaje principal, Ruda de corazón hurga no solamente en la vida mediática de la mujer. El autor logra un buen testimonio de los orígenes, motivaciones y posibles sentimientos de un personaje cuya vida se hunde en la violencia de una sociedad que no respeta géneros, estatus ni edades.

Una vida de la que medios de comunicación, empresarios de lucha libre y hasta los siempre escabrosos intríngulis policiales, se han beneficiado. Juana Barraza alguna vez, como cualquier ser humano, como cualquier gladiadora del cuadrilátero, tuvo aspiraciones y deseos de ejercer un nicho de poder frente a sus contrincantes. Lo logró robándoles la vida a más de cuarenta mujeres de la tercera edad, abandonadas por amigos y familiares, y burlando el aparato de investigación policiaca de la ciudad de México hasta el final, porque en ningún momento del proceso Juana Barraza Samperio cumplió con los estándares del asesino serial común.


Si bien Ruda de corazón es una crónica social, bien puede leerse como una novela de terror que deja un amargo sabor de boca. Y ahora que está de moda en México revisar los llamados géneros menores, entre los que se encuentra el cine y la literatura de asesinos seriales, seguramente este libro no pasará desapercibido, como aquella ya clásica cinta interpretada por Ignacio López Tarso, El profeta Mimí, también basada en eventos históricos y que narra la vida de un asesino de prostitutas.


sábado

Punto final

Ante la fervorosa necesidad de escribir la mejor novela escrita en toda la historia de la literatura universal, el escritor, cada vez más ciego, se dio a la tarea de configurar una trama. La gran novela, LA NOVELA, trataría sobre la misteriosa muerte de un monje. El tema sería la incesante –amén de baladí- búsqueda de El Libro que contiene los nombres de los hombres y sus historias, su principio y su fin. Cuenta la leyenda que tal libro imposible inicia con el primer –o último- nombre de Dios: Allãh; y culmina con una explicación –eternamente vedada a una mente simple- sobre la pronunciación exacta y definitiva de las cuatro letras del centésimo –quizá el primero- nombre divino.

El monje, por supuesto, ha de morir en su búsqueda. Poco o nada sabemos sobre la causa de su muerte; acaso una mano traidora o designio divino cortó el aliento de nuestro héroe.

La novela contiene uno o varios –quizá ninguno- errores cronológicos que el lector poco avezado no será capaz de distinguir, por lo que, entonces, recibirá como premio una lectura placentera y magna. Otro es tu caso, y al final tu juicio ha de ser duro e implacable: “he leído la historia más absurda e inútil que hombre alguno pueda concebir”.

Pero detengámonos a especificar algunos rasgos de nuestro héroe, de tal suerte que no resulte un personaje plano o absurdo, producto de un pastiche. Pongamos que nuestro monje es un franciscano del siglo XIII. Luis, que a la sazón así ha de llamarse –extrañamente emparentado con una familia asentada en los nacientes burgos sajones- ha sido, durante su juventud, ávido y furtivo lector de novelas de caballerías. Llegado a una edad madura, una buena mañana decide abandonar el monasterio y se pone a recorrer los caminos en busca de El Libro.

Como siempre sucede en estos casos, el personaje sufre tales y tales aventuras que al final le permiten llegar a una reflexión que ya en la primera página intuía, pero que entonces carecía de palabras suficientes para formularla.

Con el hábito raído y ceniciento, con la espalda encorvada, con definitivos copos de nieve sobre su nuca y hombros, con mirada nublada y triste, con voz quebrada, con la cabeza afiebrada por los humores malignos, reflexionaba Luis:

“Después de todo, hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar, hay una vereda que está vedada a mis pasos, hay un espejo que me ha visto por última vez, hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo. Entre todas las bibliotecas del mundo (ahora me encuentro a la puerta de una de ellas) hay alguna que nunca visitaré. La muerte me desgasta, incesante”.

Invariablemente predecible, como todas las líneas de este escritor –que a la postre también ha llegado a una última, vital y definitiva reflexión- el héroe muere al llamar a la puerta de lo que para él es una biblioteca. Dicen que todos los caminos llevan a Roma. Luis ha de morir, necesariamente, bajo el umbral de su monasterio.

El escritor, encorvado sobre la increíble máquina de pensar, dedica una lágrima de tristeza y luto a su personaje. Conjetura que ya alguien más, en otro tiempo, ha derramado la misma lágrima. Aún más, intuye que alguien, en algún lugar lejano, llorará, acaso con futilidad, su muerte, ahora cercana.
Las piezas han de seguir, impertérritas, su incesante batalla, han de continuar la infinita construcción del movimiento; pero no tú, endeble peón de las palabras.

Por fin has comprendido que es inútil seguir leyendo, que es inútil continuar forjando líneas que probablemente nadie leerá, que siempre hemos de regresar, ineludiblemente, al punto final.


miércoles, 28 de enero de 2004