domingo

Diatriba contra los libros

Mi autodidactismo, mi arrogante autodidactismo me ha llevado a abominar de las lecturas recomendadas. Recuerdo una línea del ciego argentino en que afirmaba que la lectura era una de las formas de la felicidad. Creo firmemente que nadie tiene derecho a recomendar libros que no están en tu espectro de intereses o gustos. La recomendación de libros me parece una de las formas más patéticas de querer imponer un canon que no se desea seguir.

Algunas veces he tenido la siguiente breve ensoñación: a mis espaldas arde la biblioteca de Alejandría. Sin duda, a muchos les parecerá un acto terrible. A mí me parece que, tras la larga historia bibliográfica que sigue a esa famosa hoguera, en realidad, poco se ha perdido. El misterio, si acaso, radica en el "¿qué hubiera pasado si?, ¿cuáles hubieran sido los senderos recorridos por la humanidad de haber perdurado aquella insigne biblioteca?" Nunca lo sabremos y quizá así sea mejor.

Lo importante es que, para el verdadero aficionado, siempre habrá una página que recorrer; esto, sin la imprudente recomendación de un tercero.

Tras aquello, creo que he aprendido a admirar menos a los libros que a la literatura. Los defensores de la literatura oral, con razones de peso, bien pueden argumentar que la palabra hablada es la primera forma de la literatura. Otra memoria del famoso pero hoy poco comprendido ciego dicta que los sueños hacen la literatura más antigua; al ciego le interesa menos la transmisión que la fábula, y la tradición de las noches árabes estaría de acuerdo. Sin embargo, todo sueño precisa de la palabra para ser transmitido. La tradición occidental casa de una manera indiscriminada la literatura con la tradición escrita, libros de por medio. Hay en el mundo gente que no es siquiera capaz de imaginar una literatura fuera del libro impreso.

Acaso de una manera absurda y deleznable para muchos, yo he imaginado una literatura que escapa a la prisión de los libros impresos. Esta literatura, infortunadamente, está en la tradición oral y está en el futuro del libro digital. Y digo infortunadamente porque, al menos en América Latina, el libro impreso sigue siendo símbolo de estatus y reconocimiento canónico.

Con esto, no quiero decir que odie al libro impreso. La tesis corriente sobre El Quijote es que fue escrito como burla y desprestigio de los libros de caballerías. Creo que la verdadera preocupación  de Cervantes eran los crédulos lectores de esos libros. Con tristeza, veo que en el mundo hay lectores que cifran sus esperanzas en el libro impreso, en la cárcel del libro impreso. Otra tradición ofrece una anécdota que viene a cuento: la divinidad dictó dos libros, uno se puede leer en las Sagradas Escrituras y el otro en el universo que nos rodea.  A los fanáticos del libro, creo, les es negada la segunda lectura, porque, justamente, no son capaces de despegar las narices de la letra.

Infinitos senderos me son negados desde ya; mi ignorancia es mayor que la cifra de días que precede y sucede a mi paso por la breve página en que se resume la vida. Mas la divinidad me ha dejado vislumbrar, apenas vislumbrar, que siempre habrá una palabra para mí. Y fuera del Dios de Borges, que es el Dios de Leibniz, no hay nada ni nadie que dicte mis pasos y mis lecturas. Eventualmente he recorrido palabras compartidas, pero siempre ha sido por amor, amistad y propia voluntad, como la escritura compartida, como el mar y la sal.

Al final contaré una anécdota que puede ser tomada como una fábula o como un acto de fe:

Entonces le dije a esa niña, amante de los libros, rata de biblioteca: la gente como tú no es bien vista por aquí; y le quemé su libro. Ella se quedó asustada y desprotegida. ¿De qué otra manera se puede leer si no es desnudo?

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