jueves

Falsos lectores 2

Hay quienes, con argumentos contundentes, pueden rebatir mi tesis: los libros, de natural, sirven para transmitir información de una persona a otra u otras personas. Las implicaciones sentimentales de este comercio, por ahora, no vienen a cuento; cada uno es libre de sentir repudio o afecto por las palabras impresas en cada tomo; existen en el mundo hombres que entregan su vida entera a la adoración de un sólo libro o al desprestigio de otro.

Más difícil, pero acaso más grata, es la transmisión oral de aquellas informaciones. Grato es el encuentro entre el que dice y el que escucha, porque la presencia da voto de veracidad al dicho. Las mil y una noches refieren la historia de un rey persa que en noches de insomnio y aburrimiento exige que se le cuente una historia. El narrador pregunta al rey: "Su majestad, ¿desea usted que le cuente una historias de las que he escuchado por los camino o una que me haya acontecido a mí?" Regularmente el rey votaba por una historia acontecida al narrador, como si de esta suerte se garantizara la verdad de lo transmitido.

Pero mis lectores, que son pocos (entre los que se encuentra el mar del norte), están lejanos y no los puedo abrazar.

Nada abrían ganado los cantos homéricos de no haber llegado a la consigna del libro. Aunque de largo aliento, esos poemas que han superado a las arenas del tiempo (pero Alá sabe más) fueron pensados para ser transmitidos de voz en voz y de plaza en plaza. He ahí la obra de toda una vida.

Ahora nosotros estamos alejados y solitarios en el tiempo y el espacio; precisamos de un libro, que acaso ya sea virtual, para imponerle a nuestro sueño la trabajada voz de Homero o de la secta homérica.

De esta suerte, el libro no sólo es un medio de información; con el tiempo y el espacio es, además, memoria de una voz y un pensamiento.

Ingrata es la voluntad de quien, encontrándose un billete entre las páginas de un libro, omite el valor de la memoria y se entrega a vanas persecuciones de títulos y riquezas. Como los libros del hidalgo Alonso Quijano, esas doctas eminencias debieran ser perdidas en el fuego del olvido.

No espero que más de cuatro miradas recorran estas líneas; espero que los futuros posibles (no todos) sepan distinguir entre los guardianes de bibliotecas vacías y los amantes de la palabra, cualquiera que sea el soporte material de ésta.

Quisiera contarme entre los últimos, pero quizá todo esto sea un sueño y no sea yo otra cosa más que otra moneda de cambio.

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